EL EQUILIBRISTA

 

En una alta montaña había un viejo monasterio habitado por monjes pertenecientes a una hermandad espiritual muy disciplinada y austera.

Aquellos hermanos eran grandes estudiosos de las leyes del Universo y dedicaban sus horas a los cantos gregorianos, a la contemplación de las rosas y las galaxias, y a los debates eruditos sobre las infinitas formas de Dios.

 

Entre ellos vivía, junto a fogones y escobas, un joven aprendiz. Un ser silencioso, santo y analfabeto. Joaquín que es así como se llamaba, venía del mundo del circo y entre pirueta y salto mortal, oyó un día la voz de su corazón que lo llamaba al retiro silencioso.

 

Joaquín dejó todo y se presentó en el monasterio diciendo que poco podría aportar, ya que su cultura era escasa, pero rogaba que se le admitiese para ayudar en cualquier menester en el que no hicieran falta conocimientos.

 

Se dice que tras contemplar aquella alma sencilla que buscaba el silencio, lo monjes no tardaron en aceptar su llegada abriendo las puertas de aquella comunidad.

 

El tiempo fue pasando y tanto las primaveras como los otoños se fueron sucediendo llenos de laboriosidad y sutil transcendencia. Entre tanto, aquel aprendiz que a todos servía, modesto y silencioso, se sentía radiante, ya que, tras cumplir sus humildes obligaciones, mantenía un secreto que cada día ensanchaba su corazón.

 

Por la noche, mientras todos dormían, Joaquín se levantaba sigilosamente y seguidamente se dirigía al santuario del monasterio.

 

Un día, por azar, un compañero descubrió sus escapadas nocturnas y, sintiendo una cierta intriga, habló de ello con el Pontífice del monasterio. Tras algunas cavilaciones acerca de las salidas nocturnas del hermano Joaquín, ambos decidieron que, llegada la caída del sol, seguirían sus pasos hasta el santuario para poder allí observarlo.

 

Aquella noche, los dos visitantes siguieron silenciosos al hermano Joaquín hasta la capilla, y desde un rincón oscuro contemplaron incrédulos que el lego aprendiz, delante del altar, comenzaba a realizar toda una serie de increíbles piruetas y saltos mortales de difíciles contorsiones. Joaquín, tras cada número de circo, abría los brazos y saludaba emocionado al altar, como quizá hacía en su anterior modo de vida ante el gran público; pero, en esta ocasión sus ofrendas estaban dirigidas a la imagen silenciosa de aquel templo.

 

Los dos compañeros, impresionados tras lo visto, salieron de puntillas dejándole actuar. De pronto, el Pontífice comprendió, por lo que acababa de contemplar, que aquel humilde ser expresaba y ofrecía lo único que sabía y tenía: sus habilidades personales. Pero lo que en realidad había llegado a sobrecoger su corazón fue comprobar que, cuando aquel lego saludaba tras casa pirueta, el rostro de mármol de la gran Madre Universal del altar, inexplicable y milagrosamente, sonreía.

 

Y es que aquella alma sencilla, pensó el Pontífice, no sabía de galaxias ni de cometas, no sabía de latín ni de griego.

 

En realidad, aquel humilde corazón TAN SÓLO SABÍA DE AMOR.

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