El hambre de corazón es uno de los principales temas que vamos a abordar en este Programa de Alimentación Consciente. Quizás con este nombre no sepas exactamente lo que es, aunque es muy probable que cuando lo leas te des cuenta de que en algún momento lo has sentido.

 

Cuando aprendemos a identificar este “hambre” y lo saciamos con lo que realmente necesitamos, nuestra relación con la comida cambia y se sana.

 

¿Qué es el hambre emocional o hambre del corazón?

 

El hambre emocional es el hambre que surge de nuestro corazón, de nuestras emociones. Se manifiesta, por ejemplo, cuando nos sentimos solos o agotados al terminar el día, y buscamos algo de consuelo en la nevera, sin sentir realmente hambre en el estómago, pero sí con ganas de comer. Es el hambre que nos lleva a comer para cambiar nuestro estado de ánimo, es decir, para deshacernos de sensaciones y emociones incómodas y contractivas tales como frustración, tristeza, irritación, aburrimiento, ansiedad, disgusto, enfado, confusión, inseguridad o impaciencia.

 

En estos casos, la comida funciona como una especie de “píldora mágica” o analgésico emocional que tomamos cuando algo nos duele. Tomar una de esas pastillas, como si fuera el pecho o el biberón que nos daban de bebés, a corto plazo nos reconforta y nos hace sentir mejor.

 

Si lo hacemos de forma ocasional no plantea ningún problema, sí lo es cuando el único recurso del que disponemos para manejar nuestros sentimientos y emociones es la comida. Entonces usamos los alimentos no para nutrirnos, sino como algo adictivo a través de lo que nos evadimos.

 

La mayoría de las relaciones desequilibradas con los alimentos vienen causadas por el hecho de que no somos conscientes del hambre emocional. Ningún alimento puede por sí mismo satisfacer ese tipo de hambre; en realidad, lo que podemos hacer para colmarla es aprender a alimentar a nuestros corazones.

 

Cuando aprendemos a comer conscientemente, con presencia y atención, brota una sensación de intimidad y conexión: “Yo estoy conmigo, me escucho, me atiendo”. Entonces la comida sí puede alimentar mi corazón. En este sentido, el hambre del corazón se satisface con intimidad, cuando superamos la sensación de sentirnos solos y separados de la vida y de los demás.

 

 

¿Cómo identifico que tengo hambre emocional?

 

El hambre emocional se caracteriza por su aparición súbita; nos suele llevar a ingerir alimentos que nos resultan reconfortantes, normalmente cereales o dulces que asociamos inconscientemente con los alimentos de nuestra primera infancia, cuando mamá nos cuidaba y reconfortaba. Es un tipo de hambre que no respeta el tiempo ni la hora del día, y que exige que comas en ese mismo momento. Puede aparecer en cualquier instante y persistir incluso tras haber comido. El hambre de corazón nos lleva a comer sin pensar, en grandes cantidades y de un modo inconsciente. Posteriormente nos sentimos emocionalmente vacíos, con la tripa demasiado llena e incluso culpables.

 

La alimentación emocional es una manifestación normal de hambre que está presente en todos nosotros; pero cuando es muy dominante, se convierte en el terreno de los comedores compulsivos, de aquellos que hacen dieta constantemente o padecen anorexia y bulimia.

 

Las luchas internas son acalladas con frecuencia a base de llenarnos la boca de comida para no pronunciar palabras cuya carga emocional puede asustarnos; palabras que se refieren a cosas que no nos permitimos sentir ni mucho menos decir. La boca que se cierra para no expresar, al tiempo que se abre a la comida, es la misma boca que quiere hablar.

 

Con la comida conseguimos rebajar una tensión que nos molesta. A menudo, nuestra relación insana con la comida y los problemas derivados de ésta se convierten en un vehículo para comunicar asuntos del corazón que a veces no disponen de otro canal de expresión. Desde esta perspectiva, el lenguaje de la comida es un lenguaje simbólico, es decir, una forma de expresar luchas emocionales, ambivalencias, sentimientos de vacío y/o desesperación, deseos reprimidos, sentimiento de vulnerabilidad y necesidad de protección.

 

Cuando no podemos expresar lo que sentimos, transformamos lo emocional en físico: del corazón lo llevamos al estómago sintiendo que tenemos hambre, o bien que el estómago “se nos ha cerrado” y que no queremos ingerir nada. El lenguaje cotidiano está repleto de referencias a esta mezcla entre sentimientos y alimentación: “No me lo puedo tragar…”, decimos para referirnos a algo que rechazamos; “se me revuelve el estómago”, cuando sentimos asco por algo; “tengo mariposas en el estómago”, cuando tenemos nerviosismo.

 

Cuando aparecen problemas con la comida, convendría reflexionar sobre qué estado de ánimo nos provoca el hambre o la inapetencia; así como sobre qué deseos, ambiciones, decepciones o fantasías se ocultan tras esos actos que nos llevan a deglutir o a rechazar el alimento. Es inútil perder el tiempo y las energías controlando obsesivamente la dieta, cuando el peso del conflicto se desarrolla en el mundo de los afectos. En este sentido, podemos observar cómo, en muchas ocasiones, el comer se convierte en una metáfora entre la forma en que vivimos y la manera en la que gestionamos nuestras emociones.

 

Aprender a identificar y a gestionar nuestra hambre emocional conlleva un provechoso y a la vez intenso viaje a nuestro interior; un viaje por el que comprender, al tiempo que desenmarañamos, nuestra relación con la comida, con nuestros afectos y emociones, con nuestro cuerpo, con el amor… En definitiva, con la vida.

 

La comida se puede convertir en un sustituto del equilibrio emocional. Hemos podido comprobar, asimismo, cómo a menudo nos servimos del alimento para tapar carencias emocionales y seguir adelante sin mirarlas.

 

Por ello, si queremos perseverar en el propósito de ampliar nuestra autoconsciencia, convendrá que nos atrevamos a destapar y mirar aquello que se esconde tras las ganas emocionales de comer: los miedos escondidos y las emociones que no han encontrado otro cauce mejor para liberarse, los condicionamientos y hábitos inconscientes en torno a la comida o las creencias limitantes que se grabaron durante nuestra primera infancia.

 

Pin It on Pinterest